Resumen
De vuelta en Salem, el tribunal está en sesión. Giles irrumpe a los gritos, diciendo que Putnam solo está intentando hacerse con más tierras. Dice tener evidencia que justifique sus acusaciones. El juez Hathorne, el vicegobernador Danforth y el reverendo Hale junto con Parris se reúnen con Giles y Francis en la sacristía para llegar al fondo del asunto. Entran Proctor y Mary Warren. Mary testifica que ella y las demás jóvenes solo fingieron estar bajo efectos de la brujería. El juez Danforth, sorprendido, le pregunta a Proctor si ha informado al pueblo sobre las afirmaciones de Mary. Parris declara que todos quieren derrocar al tribunal.
Danforth le pregunta a Proctor si está intentando socavar el tribunal, pero este le asegura que solo quiere liberar a su esposa. Cheever informa al juez que Proctor ha roto la orden de arresto contra Elizabeth. Danforth procede a interrogar a Proctor acerca de sus creencias religiosas. Le intriga particularmente la información, presentada por Parris, de que Proctor asiste a la iglesia solo una vez al mes. Cheever añade que Proctor trabaja sus tierras en domingo, una ofensa seria en Salem.
Danforth y Hathorne le informan a Proctor que no tiene de qué preocuparse por la inminente ejecución de Elizabeth, ya que ella dice estar embarazada. No la llevarán a la horca antes de que dé a luz. Danforth le pregunta si abandona la acusación que hizo contra el tribunal, a lo que Proctor se rehúsa y presenta, en cambio, una declaración firmada por noventaiún agricultores propietarios de tierras que atestiguan el buen carácter de Elizabeth, Martha y Rebecca. Parris insiste en que se cite a todos para interrogatorio, ya que la declaración es un ataque contra el tribunal. Hale cuestiona por qué todo acto de defensa pasa a considerarse un ataque contra el tribunal.
Conducen a Putnam a la sala para que responda ante la acusación de Giles de que ha incitado a su hija a acusar a George Jacobs de brujería. Si ahorcaran a Jacobs, este perdería su propiedad y Putnam es la única persona de Salem con dinero suficiente para comprarla. Giles se niega a nombrar al hombre que le dio tal información porque no quiere exponerlo a la venganza de Putnam. Danforth arresta a Giles por desacato al tribunal.
Danforth manda a llamar a Abigail y su círculo de jóvenes. Abigail niega el testimonio de Mary, así como su explicación sobre la muñeca en casa de los Proctor. Mary mantiene su afirmación de que las muchachas solo estaban fingiendo. Hathorne le pide que finja que se desmaya para que ellos lo vean, pero Mary dice que no puede porque ahora no hay ningún espíritu presente. Ante la presión constante, se quiebra y explica que solo creyó ver espíritus. Danforth presiona a Abigail para que diga la verdad. Abigail se pone a temblar y las demás la imitan. Acusan a Mary de haberlas embrujado con un viento frío.
Proctor se abalanza contra Abigail y la llama zorra. Confiesa su aventura con ella y explica que Elizabeth la despidió al descubrirlos. Afirma que Abigail quiere que cuelguen a Elizabeth para poder ocupar su lugar. Danforth les ordena a Abigail y Proctor que se den la espalda, mientras manda a llamar a Elizabeth, que, según Proctor, es infaliblemente honesta. Danforth le pregunta por qué despidió a Abigail. Elizabeth mira a Proctor en busca de alguna indicación, pero Danforth le ordena que solo lo mire a él mientras habla. Elizabeth dice haber tenido la idea equivocada de que a Proctor le atraía Abigail, de modo que eso la sacó de sus casillas y terminó despidiendo a la joven sin una causa justa. En calidad de alguacil, Herrick retira a Elizabeth de la sala. Proctor grita que ha confesado su pecado, pero es demasiado tarde para que Elizabeth pueda modificar su relato. Hale le ruega a Danforth que reconsidere el asunto, afirmando que Abigail siempre le ha parecido una farsante.
Abigail y las jóvenes empiezan a gritar que Mary les está enviando su espíritu. Mary les suplica que paren, pero las jóvenes repiten sus palabras textuales. La sala se sume en un frenesí de miedo, excitación y confusión. Mary parece contagiarse de la histeria de las demás y también empieza a gritar. Proctor intenta tocarla, pero ella se aleja llamándolo hombre del Diablo. Lo acusa de estar aliado con el Diablo y de haberla presionado para que se uniera a sus maldades. Danforth ordena el arresto de Proctor a pesar de la oposición de Hale. Hale denuncia el procedimiento y declara que renuncia a su puesto en el tribunal.
Es la venganza de una zorra…
Análisis
El desesperado intento de Giles, Proctor y Francis por salvar a sus respectivas esposas expone hasta qué punto los juicios se han convertido en una lucha de individuos e instituciones por mantener el poder y la autoridad. Mientras que el vicegobernador Danforth y el juez Hathorne se niegan a admitir en público que han sido objeto de engaño por un grupo de jovencitas, Parris no quiere que los juicios terminen en una farsa ya que el escándalo de tener una hija y una sobrina mentirosas acabará con su carrera en Salem. Como era de esperarse, el juez y el vicegobernador reaccionan ante las afirmaciones de Proctor y lo acusan de intentar socavar “el tribunal”, lo que, en el Salem teocrático, equivale a socavar al propio Dios.
Con el fin de deshacerse de la amenaza de Proctor, Danforth y Hathorne ejercen su autoridad para invadir su privacidad. Si bien Proctor aún no ha sido objeto de acusación por brujería, Danforth y Hathorne, como antes Hale, lo interrogan acerca de su moralidad cristiana, como si ya lo hubieran llevado a juicio. Esperan encontrar en su carácter la mínima desviación de la doctrina que los habilite a tacharlo de enemigo de la religión. Una vez logrado eso, Proctor no tendría la mínima posibilidad de que alguien en Salem, temeroso de Dios, saliera en su defensa.
La manera de reaccionar tanto de Danforth como de Hathorne ante la declaración firmada por noventaiún ciudadanos propietarios de tierras demuestra aún más el poder del tribunal para invadir la vida privada de los ciudadanos e indica hasta qué punto el tribunal cree en la culpabilidad por asociación. En los juicios por brujería, no es necesario demostrar la culpabilidad con evidencia contundente y firmar una declaración que atestigua el buen carácter de los acusados alcanza para entrar bajo la misma sospecha de culpabilidad. Antes las protestas Francis, Danforth afirma que los firmantes no deben preocuparse por si son inocentes. El deseo de privacidad se convierte en una señal automática de culpa. Reveladoramente, Parris afirma que el objetivo de los juicios es encontrar precisamente lo que no se ve, tanto en el ámbito sobrenatural como en el de la vida privada de las personas.
En medio de un ataque de histeria tal como el de los juicios por brujería, la autoridad y el poder recaen en aquellos que pueden eludir los interrogatorios mientras fuerzan a otros a hablar. En virtud de su rango, Danforth y Hathorne tienen la autoridad de considerar cualquier pregunta que se les haga como un ataque al tribunal. De la misma manera, Abigail responde a las acusaciones de prostitución de Proctor negándose a responder. Aunque la paciencia de Danforth ante su actitud presuntuosa tiene sus límites, el hecho de que una jovencita pueda negarse con tanta indignación a responder a una pregunta directa de un funcionario del tribunal indica que posee un nivel de autoridad inusual para su edad y género.
Gran parte del Acto tercero tiene que ver con determinar quién definirá la inocencia y la culpabilidad. Proctor hace un último intento desesperado por conseguir esta autoridad superando finalmente su deseo de proteger su buen nombre y exponiendo su pecado. Espera sustituir la supuesta culpabilidad de su esposa por la suya propia y hacer caer a Abigail en el proceso. Lamentablemente, se equivoca al pensar que el proceso busca encontrar al culpable, cuando en realidad es una lucha de poder. Expone su vida privada al escrutinio, con la esperanza de ganar algo de autoridad, pero no se da cuenta de que ya han invertido energía en el proceso demasiadas personas influyentes como para poder detenerlo ahora. Hay muchas reputaciones en juego, y la revelación de Proctor llega demasiado tarde para detener la avalancha.